Reflexión tras la barbarie
La relación entre la vida y la muerte es una danza tambaleante y frágil. Somos seres finitos por ahora. La realidad es mientras somos, mientras nuestra consciencia nos sigue dotando de información. Nuestra especie ha sobrevivido a siglos peores, a épocas de constantes guerras, muertes y enfermedades. Hay humanos que nos hacen estar orgullosos de nuestra especie, mejorando nuestro presente en un futuro prometedor. Y luego están los demás, los de siempre. La barbarie que siempre hemos llevado pegada a la espalda, desde que los primeros homo sapiens o sus ancestros peleaban entre tribus pasando por siglos y siglos de guerras en oriente y occidente, y allí donde el pie humano haya pisado. Nos seguimos matando. Desgranando de forma violenta vidas ajenas. Pero la cuestión va más allá de la muerte, al fin y al cabo ¿cuántas personas mueren al día?
La cuestión no son los muertos, la cuestión es la forma, la barbarie, el terrorismo como método de presión, de ofensa. En occidente pensamos que somos intocables, ya no recordamos lo que es vivir con guerras, la violencia de masas nos suena a algo tan lejano que cuando nos sucede es como si nos diera una angina de pecho o hubiéramos estado al borde de un infarto. Nadie merece una muerte violenta, ni violencia de ningún tipo, ni aquí en occidente ni allá donde la guerra es el pan de cada día. Porque hay que condenar la sangre, proceda de quien proceda, ya sea en París, Bagdad o Ramala.
La vida es hermosa y frágil, una obra de arte, demasiado hermosa como para que siga siendo contaminada con violencias que van más allá del sinsentido. Porque matar y tener la osadía de quitar una vida es el mayor sinsentido de todos. La opresión cuya arma es la violencia no es más que un símbolo de debilidad que nunca a lo largo de historia nos llevó a nada bueno.